Un concierto de Rufus Wainwright significa belleza. Y no sólo belleza musical, sino belleza en el más amplio sentido de la palabra. Es uno de esos acontecimientos que se extienden mucho más allá de los minutos que dura el concierto; desde antes del recital ya se puede percibir esa belleza en la calle, en el bar de al lado del teatro, en la puerta de entrada, en la taquillas. También después; hasta pasadas unas horas no terminas de quitarte de la cabeza lo que acabas de ver y oír. El público de Rufus es exquisito, educado, bello, correcto, silencioso, exuberante. Como él. Un público que en esta ocasión llenó a rebosar el Teatro Principal, sin lugar a dudas el lugar perfecto para este concierto. Con una puntualidad extrema salió el señor Wainwright a escena como un querubín que saluda desde el cielo y, sentado ya en su piano de cola, comenzó a tocar y cantar como si de un ángel se tratara. Su maravillosa voz no tiene parangón; es clásica a la vez que pop y su registro es tan amplio que no se le puede comparar con ningún otro artista contemporáneo en el ámbito comercial. Su manera de tocar el piano también roza la excelencia, pues Rufus es un auténtico maestro de las teclas blancas y negras. De hecho, la comparación resulta odiosa cuando se cuelga la guitarra en algunas canciones del show, aunque sí es cierto que este hecho otorga un dinamismo al concierto que de ninguna manera tendría si no se levantase del piano en las dos horas. Sus composiciones tampoco tienen comparación posible, no son pop, no son mainstream, no son clásica, no son vodevil, no son ópera, no son chanson francesa… o mejor dicho, son todo un poco. Y mucho más. Porque las canciones de este artista neoyorquino de origen canadiense son inclasificables y así las fue alternando en la noche de ayer, desde composiciones de sus más recientes álbumes hasta otras de su ópera “Prima Donna” hasta también alguna de su álbum de poemas de Shakespeare. Sonaron perlas como “Jericho”, “Vibrate”, “A woman’s face”, “The Sword of Damacles “o la estremecedora “I’m going in”, versión de su amiga fallecida Lhasa de Sela. Tras la primera despedida, volvió a sentarse al piano para dejar a todos boquiabiertos con el “Hallelujah” de Leonard Cohen en una de las mejores versiones que existen de los cientos que hay, no sin antes regalar su colección de éxitos como “Greek song”, “Cigarettes and chocolate milk”, “Poses”, “Going to a Town”. Un concierto mágico, en un lugar mágico y con un público entregado al 100% que convirtió la velada en una de las que se recordarán como de las más especiales de la temporada en Zaragoza.
Texto: Alejandro Elías / Foto, Ángel Burbano (Aragón Musical)